jueves, 20 de diciembre de 2007

16. Encuentro

16Carla bañó a Joel y le preparó la cena. Lo dejó cenando con la canguro mientras ella corría a la ducha. Después lo acostó. Debía estar rendido, porque se durmió enseguida. Terminó de arreglarse. Antes de salir dio instrucciones a la canguro de llamarla ante la mínima eventualidad.

Había quedado con Diego a las 9:00, cenarían en su hotel. Estaba muy cerca de su casa. Diego lo habría elegido seguramente por eso. El restaurante cerraba a las 10:00, tendrían el tiempo justo para cenar. Cuando llegó eran las 8:45. ¿Qué hacía? ¿Le esperaba en el restaurante como habían quedado? ¿Iba a su habitación a buscarle? Tenía ganas de verlo. Le hubiera gustado ir a recogerlo al aeropuerto, como hizo él, pero su hijo era lo primero. Se lo dejó bien claro. Diego iba empezando a conocerla, sabía cuando no admitía discusión sobre algo. Lo sensato sería esperarle en el restaurante, pero con él había perdido la sensatez hace mucho. Fue a su habitación.

Diego acababa de salir de la ducha. Cuando abrió la puerta llevaba puesto el albornoz del hotel y, en la mano, el tubo de gomina. No la esperaba. Carla le besó. "Te he echado de menos", le susurró. Diego, sorprendido, no dijo nada.

Carla se fijó en el tubo. Con una sonrisa: "Parece que he llegado justo a tiempo."

Diego se rió: "¿Tanto odio le tienes a la gomina para subir a evitar que me la ponga?"

Carla, mirándole a los ojos: "A la gomina, a tus trajes negros y a tus oscuras corbatas."

Diego, irónico: "Ya veo, ya." Metiendo el tubo en el bolsillo del albornoz: "En ese caso querida, estoy en clara desventaja." Empezando a desabrochar el chaquetón que llevaba Carla: "Y si hay algo a lo que estoy acostumbrado es a jugar con ventaja." Besándola terminó de despojarla del chaquetón, que cayó al suelo.

Carla protestó levemente: "Diego, la cena."

Lo bueno de volar en Business era que daban catering, de avión obviamente (haciendo referencia a la calidad del mismo). Por su parte, podía saltarsela. Ella no debía de tener mucha hambre si había subido a verle.

Buscó la cremallera del vestido color chocolate que llevaba Carla. Esta vez la encontró en la espalda. ¿Por qué diablos no las ponían todas en el mismo sitio?

Carla insistió: "Tenemos reserva. No creo que podamos volver a cenar aquí si no aparecemos."

Diego ya había bajado la cremallera: "Algo que el dinero puede solucionar fácilmente." Le quitó el vestido deslizando suavemente las manos sobre sus hombros y besándola en el cuello.

Carla cerró los ojos disfrutando la caricia. Definitivamente dio la cena por perdida. Deshizo el nudo del cinturón del albornoz. Le besó y empezó a quitarselo muy despacio.

Diego se separó un instante: "Un detalle más". Le soltó el pasador que llevaba para recogerse el pelo.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

15. De visita a las Viejas Glorias

El domingo por la mañana
Diego despertó solo en la cama de Carla. Esta vez sabía perfectamente dónde se encontraba.
Ella estaba de pie frente a la ventana. A estas alturas, Diego tenía una ligera idea de lo que eso significaba.
Incorporándose: “Veo que sigues enfadada.”
Carla se dio media vuelta: “¡Y no te imaginas cuánto! Estoy enfadada conmigo por haber vuelto a caer en tus garras.” (Categórica) “Creo que quedó claro anoche pero, por si acaso, insistiré. La próxima vez que decidas jugar conmigo, no te molestes en llamar a mi puerta. Puedes echarla abajo si lo deseas porque, seguirá cerrada.”
Diego se burló: “No sabía que se te daban tan bien las amenazas.”
Carla: “Puedes pensar lo que quieras. Estoy hablando muy en serio. Dicen que a la tercera va la vencida, y tú ya has gastado tres oportunidades más de las que debería haberte dado, que era ninguna.”
Diego se rió: “La señora, de lo que hace por las noches, se arrepiente por las mañanas.”
Carla: “La señora, no se ha arrepentido nunca de sus noches, hasta ahora.”
Por mucho que ella renegara, la noche anterior había sido la de siempre. Diego estaba de un humor excelente. No tenía ganas de discutir. Se levantó, se acercó a ella y le preguntó: “¿Qué tal si, por una vez, desayunamos?”
Carla le miró entre sorprendida y enojada. Mucho se temía que sus advertencias hubieran caído en saco roto. Al menos el despertar de Diego se diferenciaba considerablemente de los últimos. ¿Buena señal? Le preguntó: “¿Qué te apetece? (Con ironía) Las sirenas con hijos solemos tener la nevera y la despensa llenas.”
Diego sonrió: “Un café con lo que tengas me vale.”
Carla: “Entonces puedes elegir entre galletas integrales, cereales infantiles o tostadas con mantequilla y mermelada de naranja.”
Diego la abrazó: “Tendré que quedarme con las tostadas.”

Cuando estaban desayunando, Diego se acordó del detalle que siempre se le olvidaba: “¿Y tu hijo?”
Carla: “Con su padre. No te hubiera dejado pasar con Joel en casa. Aún no me he perdonado lo de aquella ocasión.”
Diego no hizo ningún comentario.
Carla continuó: “De hecho, también se irá con su padre el próximo fin de semana. George se ha saltado un par en los últimos meses y decidió compensar a Joel con dos seguidos.” Carla pensó que el interés de su marido podría ser el fastidiarla, sabía que no quería pasar el siguiente sin su hijo.
Diego se acordó de la única norma que se había impuesto. Carla no debía regresar a su terreno. Nada de nuevos encuentros en Madrid. Debía mantenerla apartada de su vida diaria. ¿La solución? Establecer como costumbre un terreno neutral cada vez que su hijo no estuviera en casa. No sería muy galante por su parte una negativa rotunda, ante una sugerencia de Carla de ir a verle a Madrid, uno de esos fines de semana. Lo mejor sería evitar la tentación. “Podríamos ir a algún sitio.”
Carla le miró extrañada.
Diego intentó pensar en los sitios típicos a los que se llevaba a una amante: “Paris, Roma, …”
Carla no sabía cómo interpretar la propuesta. Un tanto molesta: “¿No se te habrá ocurrido la feliz idea de intentar contentarme con un viaje de fin de semana?”
Diego se rió. Con ella no. Había viajado por media Europa, y seguramente por medio mundo, en su etapa de modelo. Intentar comprarla con un viaje sería absurdo. De todas formas bromeó: “Todo el mundo tiene un precio, sólo tendría que averiguar cuál es el tuyo.”
Carla, irritada: “Te aseguro que todo tu dinero no podría pagarlo.”
Diego continuó con la broma: “¿Estás segura?”
Lo que había contrariado a Carla era que, él, podría ser el único hombre de su vida que no hubiera pagado su precio antes de entrar en su cama. Prefirió alejar el tema: “Lo consideraré. George puede cambiar de opinión. No sería la primera vez que lo hiciera. En cualquier caso, lo organizaría yo.”
Diego pensó lo mismo, lo mejor sería abandonar la cuestión: “Entonces, ¿qué le apetece hacer hoy a la señora?”
Carla puso cara de incredulidad, seguramente no acababa de oír bien. Sarcástica: “¿No tienes que correr a coger el avión de vuelta?” Normalmente era lo que él hacía, salir a toda velocidad de su cama.
Diego soltó una carcajada: “No. Dado que la señora está libre, pensaba pasar el día con ella. Pero, ya veo que la proposición no le ha hecho gracia.”

El martes, en el despacho de Diego
Carla le llamó por teléfono: “George me ha confirmado su intención de quedarse con Joel este fin de semana. ¿Sigue en pie tu propuesta del viaje o, te has arrepentido?”
Diego. “No he cambiado de opinión.”
Carla: “Entonces te comunico que he elegido… Roma. (Burlona) Allí podrás hartarte de ver viejas glorias, ya que tanto parecen gustarte últimamente.”
Diego, con el mismo tono que ella: “No sabía que la señora era, además, rencorosa.”
Carla: “No lo soy.” Simplemente le gustaba pincharle. “Para que te quedes tranquilo, te informo de que respetaré tus gustos sibaritas. Por experiencia sé que los hoteles en Roma suelen dejar bastante que desear. Reservaré un cinco estrellas.”
Diego no pudo evitar una sonrisa, no había quien pudiera con ella. Era uno de los motivos por los que le gustaba.

El viernes, en el aeropuerto de Roma
Diego llegó en un vuelo anterior. La esperó en el aeropuerto impaciente. No le gustaban las esperas pero, lo cierto es que esta vez su impaciencia se debía, aunque no lo reconociera, a que tenía ganas de verla. La divisó a lo lejos, con su paso elegante, "años de pasarela" supuso Diego, y el disfraz de ejecutiva que tan bien le sentaba.
Cuando llegó a su altura, Carla le saludó con una sonrisa: “Señor de la Vega.”
Diego, divertido: “Señora Marín.”

El sábado por la mañana le despertó a las 7:30 para ir a ver la Capilla Sixtina. Diego rezongó, ya había estado.
Carla le respondió: “No lo dudo. Pero, conociéndote, lo que sí pongo en duda es que la hayas disfrutado. La Capilla Sixtina merece sentarse y recrearse con cada detalle.”
Finalmente Diego accedió pero, únicamente para demostrarle lo equivocada que estaba. A cabezota, no le ganaba. Malhumorado, tuvo que hacer cola a la entrada de los Museos Vaticanos. No era un hombre acostumbrado a esperar colas precisamente. Carla parecía entusiasmada, así que probó a hacer lo que ella le aconsejaba. Se sentó y contempló lo que a Miguel Ángel le había costado pintar años. Estuvieron allí casi dos horas, hasta que se la llevó a rastras a otra sala, también abarrotada. Lo cierto es que ella tenía razón, esta visita no tuvo nada que ver con la que realizó tiempo atrás.

Por la tarde, en el foro romano, Carla le dijo: “Señor de la Vega, creo que debo contarle algo. Hoy es el cumpleaños de esta vieja gloria. (Con sutileza) Rodeados de ruinas de cerca de 2000 años, no me importa confesarle mi nueva edad: 38.”
Diego la miró. Nadie lo diría.
Carla continuó: “Para celebrarlo, le invito a cenar en uno de los mejores restaurantes de Roma. Espero que le guste. Le advierto que para conseguir la reserva he tenido que emplear (con un guiño) todo mi encanto.”

Diego había viajado mucho, la mayor parte primero por estudios y, luego, por negocios. No se viaja a demasiados sitios por placer cuando se está solo. Este viaje con ella fue distinto, lo había disfrutado. Lo que no había esperado era que Carla hablara italiano. Su respuesta fue una risa y un "me alegra saber que aún guardo algún pequeño secreto".

martes, 4 de diciembre de 2007

14. Piltrafa

Cuando Diego llegó al piso de Carla, no la encontró en casa.

Si la cara era el espejo del alma, Joanna no necesitó preguntarle nada a Carla el lunes siguiente al fin de semana en Madrid. Su cara lo decía todo. Por lo que veía, había más de un imbécil por el mundo. Pasada una semana, Carla seguía decaída. Joanna tenía claro que no iba a quedarse de brazos cruzados. Le propuso salir con ella y unos amigos el sábado: “No admito un 'no' por respuesta. No tienes excusa para quedarte en casa. Joel está con su padre este fin de semana.”
Carla aceptó, al fin y al cabo, le vendría bien despejarse un poco.
Joanna insistió: “Nada de unos pantalones y un jersey. ¡Qué te conozco! Quiero verte guapa.”
“Está bien”, le había respondido Carla, “pero, me retiraré pronto.”
Joanna: “Como quieras. Pero, al menos, sal.”

Diego no había contado con aquello. ¿Dónde diablos estaba?
Al poco llegó Carla, muy elegante, tal y como le había prometido a Joanna.
Reparó en ello. No iba a tolerar que otro caballerete inglés se quedara con ella. “¿Dónde te habías metido?” La increpó.
Que Diego estuviera esperándola a su puerta, era algo que a Carla no se le había pasado siquiera por la cabeza. Le dirigió una mirada glacial y le respondió con frialdad: “Hace falta mucho descaro, señor de la Vega, para presentarse de nuevo en mi casa. Por no hablar de pedir explicaciones. Que yo sepa, no le he dado derecho a ello.”
Diego se acercó a ella irritado: “¿Ah, no?”
Carla no se preocupó en contestar a su pregunta. Abriendo la puerta de su casa: “¿Has venido a degustar la gastronomía londinense? Te advierto que no merece demasiado la pena, a no ser que te pirres por el 'kidney pie'. A mí me repugna.”
Carla no quería dejarle entrar, pero, como en la última ocasión, no le apetecía montar una escena en el descansillo para escándalo de todos los vecinos. Diego pasó tras ella. Se quedaron en el recibidor.
Diego, molesto: “¿Siempre eres tan graciosa?”
Carla, con enfado: “¿Qué quieres entonces? ¿No imaginarás que voy a permitirte otro revolcón en mi cama?”
Diego: “No pretendo un simple revolcón.”
Carla, sarcástica: “¡No me digas que te ves otra vez con fuerzas para dos! ¡Y después del viaje! Ya veo que estás en plena forma.
Diego intentó agarrarla enfadado. Carla lo esquivó.
Diego: “Tengo intención de verte todos los fines de semana.”
Carla: “Me parece que esta vez es el señor el que se tiene en muy alta estima. ¿Qué te hace pensar que a mí podría interesarme semejante… 'oferta'?”
Diego, seguro: “Que no te acuestas con cualquiera y conmigo lo has hecho unas cuantas veces.”
A Carla le molestó profundamente ser tan transparente: “Puede que esta vez se equivoque, señor de la Vega.” Con rabia añadida: “Como ya le dije una vez, si quisiera revolcones, los tendría. Y dudo mucho que me hicieran sentir como una piltrafa a la mañana siguiente.”
Diego sabía que se refería a la última mañana en su casa. Su comportamiento fue impresentable. Podría haberse dado una ducha rápida y haberla dejado en su hotel. No le hubiera llevado más de diez minutos. Ella no merecía sentirse como una piltrafa. Intentó besarla.
Carla le rechazó: “¿Qué supones que estás haciendo?”
Diego: “Enmendar lo que pasó el último día en mi casa.”
Carla, con enojo: “¿De veras crees que es tan sencillo?”
Diego: “Contigo, no.”
Carla, tajante: “No he sido el juguete de nadie en mi vida, y no estoy dispuesta a ser el tuyo.”
Diego: “No estoy jugando.”
Carla, terminante: “No opino lo mismo. Estás muy equivocado si piensas que puedes tomarme y dejarme cuando te venga en gana.”
Diego: “Esta vez no.”
Carla: “A mí me parece que sí, Diego”.
Diego, mirándola a los ojos: “No.”
Carla, firme: “Más te vale tenerlo claro.”
Diego pensó que la leona estaba prácticamente vencida: “Lo tengo.”
Pero, no tanto como él creía.
Carla: “Quizá, la que no lo tenga claro, sea yo.”
Diego intentó aproximarla a él. Ella se separó: “Las cosas no son tan fáciles. No puedes ir por la vida creyendo que puedes hacer tu santa voluntad, sin importarte nada los demás.”
Eso era precisamente lo que Diego había hecho siempre. No podía admitir que ella significaba algo para él. Pero, o lo hacía, o se le escapaba y, después de llegar hasta allí, no iba a consentir que eso sucediera: “Tal vez, ahora me importes tú.” (Le costó un mundo.)
Carla: “Permíteme que lo ponga en duda.” No le dejó acercarse. “¿Quién me garantiza que por la mañana no me tocaría otro enfado? ¿O que, a lo mejor, no intentaras echarme de mi propia casa?”
Diego se rió ante lo último: “Incluso yo, tengo ciertos límites.”
Carla cerró un instante los ojos, respiró. Rotunda: “Voy a volver a repetírtelo, Diego. Si lo que pretendes es jugar conmigo, haz el favor de darte la vuelta y no aparecer nunca más por mi vida.”
Diego consiguió cogerla: “Me quedo.”
Carla, negando con la cabeza: “No tan deprisa. No he dicho que te haya creído o que esté de acuerdo con lo que me propones.”
Diego sonrió, después de todo, una leona no podía darse tan fácilmente por vencida. La besó. Al separarse le preguntó más suavemente: “¿De dónde vienes?” Necesitaba saberlo.
Carla le miró: “Del teatro.”
Respiró aliviado.

Diego no se había percatado de algo. Carla acababa de intentar darle una lección: no podía pasar por encima de la gente como hacía él.

lunes, 3 de diciembre de 2007

13. Caldo de dioses

El fin de semana siguiente Diego volvió a dedicarse a la caza. Esta vez en exclusiva. Aquella semana había estado un tanto nervioso y necesitaba liberar tensiones.
A estas alturas del año, último fin de semana de marzo, la veda mayor estaba cerrada. La única que estaba abierta era la caza del corzo en Andalucía. El fin de semana anterior había salido del hotel de Carla de madrugada. Tuvo que conducir de ida hasta Jaén, donde tenía lugar la cacería, y luego de vuelta a Madrid, para estar con ella. No podía decir que no hubiera merecido la pena. Esta vez se quedaría todo el fin de semana.
Cuando abatió la primera pieza no pudo evitar acordarse de la mirada de reproche que Carla le había dirigido el sábado anterior. Estaban en el ascensor del hotel, bajando para ir a cenar, cuando Carla le preguntó: “Por cierto, ¿le has perdonado la vida a algún animalito como te pedí?”. “Por supuesto que no”, le respondió él muy serio. “Mal, muy mal, señor de la Vega”, le había replicado ella.
En ese instante supo que se le había fastidiado la cacería pero, no quería volver a Madrid. Por la tarde, hubo alguien que le preguntó con sorna si esta vez no tenía ningún “asunto pendiente”. Respondió bastante malhumorado que no, mientras pensaba que "el asunto pendiente” estaba en Londres y allí era donde debía permanecer.

La semana siguiente no fue mucho mejor que la anterior. Esta vez acudió al gimnasio el sábado por la mañana para descargar adrenalina golpeando el punch. Después, fue a comer a su restaurante acostumbrado.
Tras pedir la comida, el maître le preguntó: "¿El crianza de siempre, Don Diego? "
Diego le respondió: "No, hoy, tomaré un reserva. "
Maître: "¿Le traigo la carta de vinos?"
Diego: "No, tráigame un tinto Rioja Marqués de Riscal. "
Maître: "Por supuesto. "

Diego se dispuso a disfrutar del vino. Era un vino de un color intenso, sin manchas, característico de un vino selecto. Lo acercó a su nariz para obtener una primera impresión. Movió ligeramente la copa y volvió a olerlo. Un vino con bouquet, un aroma intenso y lleno de matices. Lo probó. Suave pero, con un sabor que perduraba. Definitivamente, un vino excelente.
Se decía que con una copa de vino se podían evocar muchas sensaciones. A él, aquella copa de vino, le recordó a Carla. Carla era como aquel vino, hecho con una uva excelente y mejorado con los años. Había mantenido la belleza sin artificios de la alegre muchacha que conoció y ganado en cualidades. Era la mujer divertida, cuya compañía era un placer; la ejecutiva inteligente, eficaz en su trabajo; la leona que le plantaba cara. Sin olvidar, a la amante apasionada o a la mujer deliciosa de su dormitorio. Una mujer cuyo sabor persistía como el del vino que acababa de degustar.

Para apreciar las cualidades y virtudes de un vino, éste debía saborearse y beberlo lentamente. Él había pretendido beberse a Carla de un trago.

Un buen vino debía tratarse con mimo y cuidado. La forma en que prácticamente la había echado de su casa, sus ojos, aquel “adiós, Diego”, parecían indicar lo contrario.

Sonó su móvil, era Nicky. Nicky no le interesaba en absoluto, silenció la llamada.
Las mujeres para él habían sido siempre un mero entretenimiento. Nunca le había importado excesivamente saltar de una amante a otra. Mujeres había muchas. Como Carla no había encontrado demasiadas. Si no había tenido una relación con una mujer había sido por dos motivos: uno, no quería distracciones y dos, nunca había encontrado una que le llamara realmente la atención. La única de sus amantes que le había gustado, someramente, era Anna. Siguiendo con la comparativa con vinos, Anna era un crianza estupendo, con aroma y sabor pero, sin llegar a la complejidad ni a la fineza de un reserva. Cada vino tenía su momento y su plato. A él, lo que le apetecía en este momento, era deleitarse con un buen reserva. (Con una sonrisa de ironía) ¿Por qué negárselo?
Carla le gustaba. Motivo número dos. En cuanto a la primera razón, la distracción sobre sus intereses, ella era ideal. ¿Qué podría estorbarle en su vida diaria una amante a más de mil kilómetros, a la que sólo vería los fines de semana? El error fue quedar con ella en Madrid. Con mantenerla a distancia sería suficiente.

Diego cogió el primer vuelo de la tarde hacia Londres. Después de la despedida del último día, en vez de la mujer encantadora de hace dos fines de semana, esta vez le tocaría enfrentarse a la leona, que le gustaba tanto o más que la primera. La leona no podía ocultar la atracción que sentía por él. No preveía grandes dificultades para volver a convencerla.