sábado, 19 de enero de 2008

18. Recuerdo...

El martes por la mañana Carla llamó a Diego cuando éste estaba en su despacho. Sonrió para sí mismo. La llamada de los martes empezaba a ser costumbre.
Carla le comunicó que Joel se quedaría con su padre ese fin de semana. Con George nunca se sabía. "¿Cómo quedamos?"
Continuando con su estrategia de alejar a Carla de Madrid, le propuso un nuevo viaje: "¿Dónde quieres ir?"
Carla conocía algo a Diego. Le pareció demasiado generoso por su parte que le dejara escoger destino, teniendo en cuenta que fue ella quien optó por ir a Roma. Decidió provocarle un poco: "¡Hum! ¿De veras puedo elegir? Te advierto que puedo tener mucha imaginación."
Diego conocía ese tono. Le siguió la broma sospechando que podía oír alguna extravagancia. "Sorpréndeme", le contestó.
Carla, claramente jugando: "Estoy pensando… ¿qué tal la luna?"
Diego soltó una carcajada. No, aquello, no se lo esperaba: "A 20 millones el pasaje me iba a salir un poco caro." Esta vez organizaba él el viaje. "En cualquier caso, en un fin de semana no te iba a dar tiempo." Firme. "Decido yo."
Carla se rió. Ya contaba con ello.
Diego continuó: "Te lo comunico cuando lo tenga todo preparado."
Carla se despidió: "Esta bien. Te veo el viernes."

Colgó el teléfono. Estaba bastante complacido de cómo se habían desarrollado las cosas. Ella no le estorbaba en absoluto. Apenas cruzaban una llamada o un correo durante la semana para concretar cómo quedaban. Pero, había una cosa bien cierta, tenía muy claro que la dejaría en cuanto se interpusiera en su camino. De momento aquello no parecía probable. Poniendo una de sus sonrisas. No había nada por lo que preocuparse.
Pensó un instante dónde podrían ir. Algún sitio original. No tardó mucho en encontrarlo, ni en encargar que hicieran las consecuentes reservas. No pensaba escatimar, el mejor hotel y los más prestigiosos restaurantes. Una vez estuvo todo listo le mandó un mensaje indicándole el lugar.

Cuando Carla lo leyó, no podía creer el destino que él había escogido. Muerta de risa, y como excepción a lo habitual, le llamó una segunda vez: "Diego, ¡por dios! ¿Cómo se te ha ocurrido? ¡Copenhague! ¿No te basta con una sirena de carne y hueso que necesitas además una de bronce?"
Diego no pudo evitar reír ante semejante comentario. Tras colgar de nuevo el teléfono, pensó que una de las cosas que le gustaban era que se reía con ella. No conocía a una mujer que se riera tanto como ella. Era algo que no había cambiado con los años. Su risa le recordó el primer día que la vio en Bulevar.

Aquel día entró en la cafetería, practicamente vacía, para pedir uno de los deliciosos bocadillos de tortilla de Marga. Marga estaba charlando animadamente en la barra con una chica morena de pelo largo. La chica en cuestión se rió. Una risa alegre, contagiosa.
Marga, al verle, le preguntó: "¿Tú por aquí, Dieguito?"
La chica se dio media vuelta. En la mano, un tenedor con un trozo de bizcocho de chocolate. Tenía unos enormes ojos negros. Le dedicó un "hola" y una sonrisa.
Las modelos no bajaban a la cafetería, ni se reían o saludaban, y mucho menos comían chocolate.
Marga le cogió cariño a Carla. Cada vez que ella aparecía en Bulevar le preparaba el bizcocho de chocolate al que era poco menos que adicta.

Con cara de repulsión recordó como Alvarito y Gonzalo acudían entonces como moscas a la miel. Jamás se mezcló con ellos.

Habían pasado muchos años desde aquello. La chica había acabado en sus brazos, sin caer en la cama de los otros dos.



El viernes por la noche, en la habitación del hotel, Diego estaba prácticamente dormido. Carla se acercó a él. Mimosa se abrazó a su espalda y le dio un beso en el cuello. Diego abrió los ojos de forma apenas perceptible y se durmió.

Carla, abrazada a él, recordó al adolescente huraño y desabrido que ni tan siquiera se dignaba a mirarla o dirigirle la palabra. ¡Cuánto habían cambiado las cosas! Ahora anhelaba que llegara el viernes para verlo. Aunque, la tristeza de viernes como éste era el alejarse de su hijo.
Con Diego, la que parecía haber vuelto a la adolescencencia era ella. Habían quedado en la sala de espera VIP del aeropuerto. Tuvo que contenerse para no correr hacia allí tras bajar del avión. Una vez en ella, hubo de reprimir el impulso de besarlo. Él la recibió con un abrazo.
Nadie que conociera a Diego podría imaginar el tipo de amante que podía llegar a ser. Obviamente no era un hombre cariñoso, pero con ella era atento, considerado, ardiente... Aquella mañana en Bulevar, a Sandra le había parecido imposible que alguien pudiera disfrutar con él. Ella disfrutaba cada minuto. Por las noches le hacía sentir como si ella realmente fuera única. Por el día, desde la última discusión en su casa, se habían acabado las caras agrias y el mal humor. Exceptuando la advertencia de esta noche de no despertarle pronto para ir a ver cualquier cosa. Ella le había pinchado acusándole de dormilón. A cambio recibió un soberano gruñido. Tuvo que apaciguarlo con un beso y la promesa de no ejercer de despertador mañanero.

viernes, 4 de enero de 2008

17. Londres agridulce

Diego se había quedado dormido. Carla le miró. Le gustaría quedarse a su lado, pero debía irse. Beth tenía un compromiso y no había podido quedarse con Joel. Tuvo que recurrir a una canguro y no estaba del todo tranquila. Se levantó despació para no despertarlo y empezó a ponerse su ropa.
Diego sólo estaba adormilado. Abrió los ojos y la contempló mientras se vestía. Normalmente lo único que le importaba era desnudarla. Cuando se estaba calzando le preguntó: "¿Te vas?" Había intentado que la pregunta sonara indiferente.
Carla le sonrió. "Debo hacerlo. Mi hijo."
Diego señaló: "Está con la canguro."
Carla aclaró: "No es su niñera y no puedo evitar estar inquieta."
Diego, que siempre había abandonado la cama de sus otras amantes nada más acabar, había dado por supuesto que ella se quedaría. "¿Cuándo te veo?", le preguntó.
"Diego, ya conoces mi vida de madre. Sé que no te interesa."
Hizo una mueca. No, tenía razón, no le atraía en absoluto.
Carla continuó: "He reservado mesa para cenar en Galvin at Windows. Supongo que habrás oído hablar de él. Está en la vigésimo octava planta del Hilton, en Park Lane. Tiene una vista espectacular de la ciudad." Con fina ironía añadió: "Alta cocina francesa. Al gusto del señor."
Diego se rió: "¿A qué hora paso a recogerte?"
"Tengo la reserva a las nueve." Con una mirada de cierto reproche, "te advierto que tuve que llamar prácticamente con dos semanas de antelación para conseguir mesa."
Diego volvió a reírse. No perdonaba una. Estaba claro que la última puntualización iba dirigida a la cena que se habían saltado esa noche.
Carla se marchó, no sin antes darle un beso de despedida.
Dándose media vuelta, Diego se dispuso a dormir.


El día sin ella le resultó considerablemente aburrido. Londres lo tenía bastante conocido y, además, no le apetecía hacer turismo. Fue a buscarla a su casa a las ocho y media.
El restaurante tenía ciertamente unas vistas estupendas y la comida no dejaba nada que desear, por no hablar, como siempre, de la compañía.
Después de la cena fueron a su hotel. Tras cerrar la puerta la ayudó galantemente con el chaquetón, antes de despojarse de su abrigo.
Carla se abrazó a su cuello. Le había echado de menos durante el día, pero no podía dejar solo a Joel con la canguro por estar él. Veía a su hijo menos de lo que ella quisiera durante la semana y sólo pasaba con él un fin de semana de cada dos. Tendría que entenderlo.

Esa noche llevaba el pelo suelto. Diego no se lo había dicho nunca, pero él lo prefería así a cuando se lo recogía. Mientras la besaba, deshizo el lazo de la chaqueta de gasa color vino que ella llevaba y se la quitó con delicadeza.

Carla hizo lo propio con su americana, aflojándole a continuación el cuidadísimo nudo de la corbata. Sonrió recordando su manía de retocar continuamente un nudo impecable. Cuando le veía hacerlo se sentía tentada de descolocárselo. Le miró. Mucho mejor ahora que casi le había librado de su habitual traje de tiburón. No entendía por qué se empeñaba en ponérselo con ella. Lo que no tenía solución era la gomina. Le gustaba pasar los dedos entre su pelo y la gomina se lo impedía.

Se sentaron en el borde de la cama. El top que llevaba Carla siguió el mismo destino que la chaqueta con la que hacía juego. Diego la besó en los hombros, el cuello, el escote. Le encantaba su piel suave, su olor fresco, a flores. Cerró los ojos tratando de evocar. Le recordaba a la casa de campo de la familia. Ella había ido allí un par de veces, hace años, cuando era inseparable de Sandra.

"Besos. Dulces, sabrosos, adictivos." Pensó Carla, besándole de nuevo. Empezó a desabrocharle la camisa, dándole un beso en la piel que quedaba al descubierto tras cada botón. Continuó las caricias mientras se la quitaba. Seguía sin saber qué había visto en él, pero, fuera lo que fuera, la tenía atrapada. Se puso un momento en pie y bajó la cremallera lateral de su pantalón, que cayó al suelo con un simple movimiento.

Diego la admiró. Seguía siendo sencillamente preciosa. La atrajo hacia sí.


Esta vez la retuvo en cuanto hizo el más leve movimiento para abandonar la cama. La estrechó y, con voz de ordeno y mando, le dijo: "Quédate". La noche anterior se había sentido extraño en aquella cama de hotel sin ella. En esta ocasión no pensaba dejarla marchar.

Ante la mirada con la que le reprendió, él sabía que tenía que irse con su hijo, Diego le indicó en el mismo tono: "Está con su nanny. Le has dado instrucciones precisas de llamarte a la mínima y tu casa está a menos de 10 minutos. Puedes quedarte." Era un hombre acostumbrado a mandar, no sabía pedirle que se quedara.

Carla pensó unos instantes. Joel estaba con Beth, confiaba en ella. Podía quedarse. Le contestó suavemente: "Esta bien. Me quedo." Ella tampoco quería marcharse, prefería quedarse acurrucada junto a él.


Diego durmió mucho mejor con ella, que la noche anterior solo. Pero, cuando despertó, ella ya no estaba. Sólo encontró una nota en la almohada dándole los buenos días y lamentando tener que dejarle. Quería estar en casa antes de que Joel se levantara y, salvo contadas excepciones, solía hacerlo temprano.

Se dirigió al baño para darse una ducha. Quería coger pronto el vuelo de vuelta a Madrid. Ella estaba con su hijo. No había ninguna razón para permanecer más tiempo en Londres.

Reflexionó sobre el fin de semana. Era una mujer cariñosa. Le cubría de besos y caricias de la cabeza a los pies. En los últimos encuentros se había vuelto más atrevida y había añadido pequeños mordiscos. De hecho, en la velada anterior, en venganza por haberla dejado sin cenar, le había obsequiado con uno algo menos delicado. Parecía que tenía que darle de nuevo la razón a su hermana Sandra. No había tenido nunca una amante como ella. Aquel mordisco no se lo hubiera permitido a ninguna otra. Sin embargo, comparado con el fin de semana en Roma, donde había pasado el día con ella, incluso se habían duchado juntos, éste le había dejado un ligero sabor agridulce.