domingo, 5 de octubre de 2008

32. El sabor de otros labios

- ¿Piensas cargar a la empresa las horas extras?
Levantó la vista de la pantalla. Era su hermana. Sandra no paraba de azuzarle. Parecía regodearse en ello.
- ¿No sabes llamar a la puerta?
- Lo he hecho. Sólo que debías de estar demasiado ensimismado en tu tarea para oírlo.
- Alguien ha de trabajar en esta empresa de ineptos.
- Y tú has decidido hacerlo por todos.
- ¡Déjame en paz!
- A veces me pregunto que tomas para desayunar, Diego, que te agría para todo el día. Sospecho que has sustituido por limón el zumo de naranja que beben los demás mortales.
- No tengo tiempo para aguantar tus sandeces.
- Pues deberías tomártelo y relacionarte con el resto del género humano. Tal vez te sorprendería. - Salió del despacho cerrando la puerta tras de sí.

Consideró las palabras de su hermana. De su apartamento a la oficina y de vuelta a casa. Con la excepción de las cacerías los fines de semana. Los únicos compañeros que había admitido en los últimos tiempos habían sido el portátil y la escopeta. ¿Cuánto hacía que no salía y acababa la velada con una hermosa mujer? Desde... ¿Por qué demonios no había habido ninguna otra? ¿Acaso era él hombre de guardar estúpidas ausencias? Su hermana estaba en lo cierto: era hora de disfrutar un poco. Pero no le apetecía cualquier compañía, quería una mujer de verdad... ¡Anna!

Vio el nombre en su móvil: Diego de la Vega. Tras varios meses sin saber de él, tenía la desfachatez de llamarla. Tentada estuvo de no cogerlo, pero, con él, la diversión, sin complicaciones, estaba garantizada.
- ¡Cuánto tiempo, Diego! ¿A qué se debe tu llamada? ¿Necesitas asesoría legal? - Era una broma, dudaba mucho que precisara los servicios de una abogada matrimonial.
- No.
- Lo imaginaba. ¿Y bien?
- Invitarte a cenar.
- Sabes que soy una mujer con una agenda muy apretada.
- Eso es precisamente lo que me gusta.
- ¿Un halago?
- Lo pretendía.
- Tal vez intente buscar un hueco, aunque no garantizo que lo encuentre.


Entró con Anna en la habitación. Había escogido un hotel en la otra punta de la ciudad, uno en el que nunca había estado. Ella no pudo menos que bromear sobre su elección:
- ¿No podrías haber reservado en uno más remoto? Cualquiera diría que intentas evitar que tu esposa te pille in fraganti.
Aquellas palabras trajeron a su mente... olvidadas ironías. La contempló. Atractiva, inteligente, ingeniosa... Siempre fue un placer pasar un rato juntos. Se acercó a ella y cedió a la tentación de soltarle el pelo. Cerró los ojos. Deslizó los dedos entre su melena castaña... mientras los imaginaba entre oscuros cabellos.
A ella le extrañó el gesto. ¿Desde cuándo era dado a ese tipo de delicadezas?
Volvió a mirarla. Tenía unos bonitos ojos color miel, sin embargo, añoró perderse en otros… negros como la noche. No quería pensar. La besó. Al hacerlo, evocó... el sabor de otros labios.
Una vez en la vera de la cama empezó a desvestirla con suavidad. Ella correspondió haciendo lo propio con su chaqueta, su corbata, su camisa... Pero él... echó en falta un lejano mar de besos y caricias. Tumbados, la abrazó. No pudo evitar recordar… el calor de otros brazos, el aroma de otra piel.

Se vistió sin prisa. Anna le observó pensativa. ¿Qué diantres había pasado? ¡Diego besando! Diego no era partidario de besos. Los besos eran personales y él dejaba muy claro que aquello era algo impersonal. Para no gustarle, tenía que reconocer que besaba bien, realmente bien. No era el único detalle que la había descolocado. Hasta el momento cada uno se había quitado su ropa, que quedaba pulcramente colocada en sendas sillas. Si bien, era lo suficientemente galante para ayudarla con alguna cremallera. Ahora se habían desnudado el uno al otro y las prendas se hallaban amontonadas en el suelo.
Diego procuraba que su eventual pareja de alcoba gozara con él. Intuía que el motivo no era otro que ser el mejor en todo, lecho incluido, no su compañera en cuestión. En esta ocasión la había mimado como jamás hiciera en encuentros anteriores. Había puesto especial ahínco en que ella disfrutara. Aunque lo que más la desconcertó fue su mirada perdida. Solía saltar de la cama, nada más acabar, con cara de satisfacción. Esta noche permaneció sentado al borde unos instantes, con aire de tristeza. A diferencia de ella, el revolcón no le había complacido en absoluto. Sólo se le ocurría una explicación: una mujer. Una con quien el sexo habría sido... muy personal, y a la que era evidente que echaba de menos. Debería enfadarse, tal vez, incluso sentirse utilizada. Pero, el que alguien pudiera encontrar un hueco en el inexistente corazón de Diego, le pareció inverosímil y lo que provocó fue... su curiosidad. Sólo le preguntó:
- ¿La conozco?
Diego, sin querer entender la pregunta, no contestó.

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